viernes, 9 de septiembre de 2011

Rubén Moreira : Narco ese mal formidable

por Rubén Moreira

El cine meditativo e hiperrealista es la nueva gran corriente del cine mexicano, un estilo que puede resumirse así: pretender que se deja a la cámara frente a la realidad y que la realidad cuenta la historia.

Gerardo Naranjo ha pinchado esa vena en sus anteriores filmes, los dramas juveniles Drama/Mex y Voy a explotar. Naranjo basa su estilo en planos largos, casi documentales, filmados deliberadamente con descuido, diálogos pretendidamente espontáneos, improvisación y el uso, a veces, de no-actores (o de actores que juegan a ser no-actores). Un cine que puede gustar a algunos, pero que a la mayoría nos parece al menos raro, cuando no aburrido y pretencioso.

Pero Miss Bala, la tercera cinta de Naranjo, aunque presume (o padece) de ese estilo, es una película mucho mejor que sus anteriores, mucho más accesible, y sobre todo, mucho más honesta. Con una simpleza impresionante narra algo que todos sabemos hoy en día en México: el narcotráfico pasó de ser ese mal nebuloso y de fantasía, para convertirse en un compañero próximo e inminente. La encarnación del Mal con mayúsculas.

Lo anterior puede sonar maniqueo. Miss Bala no lo es. Elude las respuestas fáciles, elude de hecho todo tipo de respuestas sobre el problema del narco.

Laura (interpretada por Stephanie Sigman, un descubrimiento) es una muchacha común y corriente que vive en Tijuana con su padre y su hermano menor. La primera escena nos lo cuenta todo sobre ella: en su pared recortes de revistas y pósters dan cuenta de su atracción por el mundo del espectáculo y la fama. Pero es una obsesión tan común como la propia Laura. ¿Qué muchacha no ha soñado con ser bella y famosa?¨

Invitada por una amiga, Laura se inscribe en el concurso Miss Baja California. Y ahí es donde empiezan sus desgracias. Pero no, no piense en la tradicional historia de la reina de belleza arribista a la que el destino hace ver su suerte. He ahí el gran acierto de la cinta: a Laura todo lo que le sucede es mera circunstancia, apenas una anécdota en una historia infinitamente más grande que ella.

Entra en escena Lino (Noé Hernández, tan natural que parece real) y de que manera: en una balacera en una discoteca, conoce a una aterrorizada Laura, quien a partir de ese momento se convertirá en su objeto de deseo. Pero también en su "mula", su chofer, su peón sexual. Lino, por supuesto, es un narco. Olvídese de cualquier fantasía glamorosa de botas de avestruz y cadenas de oro. Lino parece más bien un campesino, un hombre de trabajo. Se ve justo como se ven los narcotraficantes cuando son detenidos. La misma arrogancia, incluso.

Sin siquiera meter las manos, pronto Laura se verá involucrada en varios delitos, metida en una historia de terror donde el poder absoluto sobre su destino le pertenece a Lino. Y quizá ese es el punto flaco de la trama: de tan pasiva, Laura se vuelve un personaje aburrido.

Sin embargo, ese también puede ser su gran acierto: ante un problema tan formidable y de tanto alcance como el narcotráfico y violencia, ¿quién de nosotros no es un testigo pasivo susceptible a convertirse en participante?

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